
¿Por qué estamos peleados?
[Extracto de la intervención en el Círculo del Liceo, 11.03.2021]
Hace tanto de tiempo que estamos instalados en la confrontación que corremos el riesgo de no recordar por qué estamos peleados.
La política catalana se ha vuelto más arisca que nunca. Y si la lógica de la confrontación contamina toda la vida institucional y política, se extiende fácilmente a la sociedad.
Corremos el riesgo de leer las cosas con las cuales ya estamos de acuerdo, de hablar con los que compartimos el mismo punto de vista, de discutir solo con nosotros mismos. Cada cual con los de su parroquia. Lo vemos en la vida cotidiana, a pesar de que esto se produce de manera blanda, discreta. Y así vamos desconociendo las razones de los otros.
La encuesta anual de la ICPS, hecha durante el pasado otoño, señala unos datos inquietantes. Cuando se pregunta en qué medida preocupa que el tema de la independencia acabe provocando problemas de convivencia entre los ciudadanos, el 66% de los encuestados responde afirmativamente. Los contrarios a la independencia consideran el riesgo mucho más elevado, un 90%. Pero es que más del 50% de los encuestados que se declaran electores de ERC comparten esta misma preocupación. La misma encuesta indica que más del 60% de la muestra reconoce que no habla del tema fuera de su entorno más personal.
Estamos ante una peligrosa espiral de silencio que dificulta la capacidad de la sociedad catalana de dialogar con ella misma.
¿No seria ya el momento de recapitular y examinar el por qué de esta confrontación?
Hay quién responde a esta pregunta con un argumento, en mi opinión, excesivamente simplista: la confrontación es la respuesta a la represión antidemocrática contra el derecho fundamental de la autodeterminación. Y sitúan el conflicto en el terreno de los derechos democráticos y la defensa de la libertad, olvidando los hechos de septiembre de 2017 que ya he mencionado.
Pero esta respuesta no da respuesta a la pregunta: ¿Por qué estamos peleados? Mi respuesta, discutible naturalmente, es que en un momento determinado la idea de las insuficiencias del actual autogobierno ha ganado terreno. Por la sentencia del TC contra el Estatuto, con efectos más políticos y simbólicos que jurídicos, sin duda. Por la crisis económica-financiera que extiende sus efectos más allá del 2008. Por la carencia de respuesta política del gobierno de España en el momento que era más necesaria que nunca. Por la incapacidad de las élites políticas e institucionales “de Madrid” para comprender el malestar catalán.
Todo esto nos sitúa en un terreno mucho más emocional que no político. Y es ciertamente difícil salir de este bucle si los que tienen que encontrar soluciones a ambos lados parten de la base que “no hay nada a hacer”.
Tal vez si consiguiéramos salir de esta espiral, podríamos encontrar salidas. Si hiciéramos el ejercicio de construir una diagnosis compartida sobre los problemas del autogobierno y de la articulación del poder territorial en España, probablemente podríamos enumerar los problemas concretos y los cambios legislativos, políticos y de todo tipo más adecuados.
Estoy seguro que si siguiéramos por este camino, que implica tener el coraje de dejar correr la confrontación sistemática y la negación de la legitimidad del contrario, podríamos encontrar soluciones
Sería todo más fácil si habláramos de cosas concretas.
No quiere decir esto que el camino estuviera limpio de dificultades. Conozco bastante bien las tensiones que se generan – siempre – entre el gobierno de Catalunya y el gobierno de España. Las he vivido en primera persona y, además, con correligionarios. Los puedo asegurar, por ejemplo, que la negociación en 2009 del sistema de financiación autonómico no fue pan comido. Pero salimos y, por cierto, suerte que se aprobó porque significó un importante incremento de los ingresos de la Generalitat que se ha consolidado y que todavía disfrutamos.
Es natural que haya conflictos: el que se dirime, bien a menudo, es la capacidad de decisión de unos y otros. Es decir, se discute como se reparte el poder. Esta es una tensión propia de los estados compuestos, adopten la denominación que adopten. Y por eso es útil la cultura federal.
En la distribución de poder entre el poder central y los poderes territoriales hay siempre tensiones. Miren si no la experiencia de la República Federal de Alemania, o de los EE. UU., o del Canadá, o de Australia… La clave está en disponer de instrumentos para construir los acuerdos, para verificar su desarrollo y, también, en el compromiso compartido de crear una cultura política basada en la lealtad institucional. Por eso algunos consideramos que la solución para España es andar por la vía de las reformas federales.
Tenemos que cambiar, pues, la agenda de la negociación. Dejamos las esencias a banda y empezamos por los aspectos en los cuales es posible avanzar. Esto, además de darnos resultados tangibles, ayudaría a recuperar un ambiente de confianza institucional que hoy está muy deteriorado.
Hay quién, al contrario, pone por delante las cuestiones sobre las cuales el acuerdo es imposible. Dicen que el diálogo solo sirve si es para acordar la amnistía y el derecho a la autodeterminación. Saben que ninguno de las dos son alcanzables, no solo por razones políticas sino también por razones constitucionales.